RICARDO NIEVES
Cuesta abajo, como el tango de Lepera y Gardel, apuramos el paso a los 60 años. Desde allí, sin dudas, la vida tendrá otro tono; mirar el mundo desde el balcón de las canas y a la orilla de la memoria, hace que todo parezca distinto…Empezamos por elucubrar sobre el número de los peldaños que, subrepticiamente y a su antojo, nos retan a seguir bajando el sendero angosto donde, poco a poco, las luces se agotan. Vivir será siempre, conforme al relato de Borges, la duda inquietante, el milagro imperfecto, la eternidad de un instante. La felicidad, aquello que sin tocar la perfección ni la dicha completa, llena el espíritu y prodiga satisfacción.
Breve y menos pretencioso, al pie de divagaciones complejas y sencillas, más propias del esfuerzo memorístico que de las fuentes rigurosas, tropiezo con un pensamiento de María Luisa Bombal: “Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.”
Para la poeta chilena se trata de una joya preciada, guardada en un escondrijo pequeño: el nimio detalle de saberla escondida reserva un goce tan elevado como ostentarla permanentemente frente a los ojos del universo. Ave negra de plumas doradas y cuerpo diminuto que rauda y ligera sobrevuela la noche oscura y que, no obstante, su evasiva presencia y lejanía, jamás deja de ser promisoria…
En neuroimágenes observamos que la palabra felicidad, edulcorante y melosa, forma parte del ramillete gracioso de los vocablos que más agradan al cerebro humano. Destinados a experimentarla, poseemos un circuito refinado y misceláneo de interacciones múltiples: la amígdala cerebral (control de las emociones), el hipotálamo (control del sistema endocrino, hormonal) y el neocórtex (la racionalización de los actos). La conciencia es puente y es lámpara, punto de encuentro donde emociones y racionalidad se equilibran e iluminan. Como un juez, dictamina y acalla las acaloradas disputas internas que surgen entre ambas.
Zonas y regiones cerebrales activan juntas el llamado “sistema de recompensa”, liberando neurotransmisores (dopamina, serotonina, y oxitocina) que irrigan el núcleo accumbens y el córtex prefrontal. La dopamina, toda una celebridad dentro del universo bioquímico cerebral, vinculada a la motivación y el aprendizaje, balancea la satisfacción. La serotonina, entre tantas funciones, es moduladora primigenia del estado anímico, la ansiedad y la conducta social. La oxitocina, motor de la empatía, conectada a la confianza, la fidelidad, los sentimientos de conexión y la cercanía con los demás.
La relevancia de los núcleos involucrados en el procesamiento visual y auditivo adjunta la corteza prefrontal (cognición, toma de decisiones, planificación) con la amígdala, responsable del procesamiento emocional, la memoria, la respuesta al miedo y al estrés. Emoción, sentimiento o ambas cosas a la vez, apreciamos felicidad desde el instante cuando asoma la ventisca del bienestar, la ráfaga de plenitud que inunda cada centímetro de nuestro amalgamado paisaje de sensaciones…
Luca Pani, neurofarmacólogo y psiquiatra italiano, divisa un mecanismo evolutivo que viene impreso en los genes y que, de hecho, forma parte de la sobrevivencia. Impulso fundacional que motiva la búsqueda de alimentos y la necesidad de reproducción, es decir, placer y alimentación emparentados para sobrevivir y multiplicarse.
Atrás, buceando en el océano de la filosofía occidental, la pregunta por la felicidad ha sido constante y primordial. Sócrates, estoico sin saberlo, considera que es el último bien del hombre, labrado con la práctica de la virtud, el conocimiento y la contemplación.
Platón simplifica un conjunto de virtudes, dominado por la sabiduría, la valentía y la justicia. Que impone al sujeto de la polis (ciudad) realizar lo que corresponde a cada uno y hacer las cosas de acuerdo al deber. Diferente a su maestro, Aristóteles abraza una óptica más individual: la frónesis. Esa prudencia de saber actuar, ante toda circunstancia, entre el equilibrio y la moderación.
En Epicuro, que incluía mujeres y esclavos en su escuela, la vida feliz prescinde del conocimiento y la sabiduría, pues, apenas son medios. Orientados al placer, todos los individuos podían ser felices, bastaba comer y vivir rodeados de amigos; la filosofía, como propósito de vida, apenas significaría un eslabón.
Los estoicos, acuden a la imperturbabilidad ante los cambios de la vida y el azar del espíritu. La mayoría de sus representantes optaron por la ataraxia (serenidad), vía predilecta para alcanzar la eudaimonía, en todo caso, la plenitud.
Los cínicos, se decantaron por la vida simple del perro, según ellos, la única con significado. Mostraron desdén por las riquezas y las comodidades, símbolo de una vida austera y minimalista que, sin elogios de la pobreza, descansaba en la sencillez y la libertad, contrariando los deseos que estimulan los honores, la riqueza y el poder.
Hedonistas ansiaban el placer, que también determinaba el valor de la acción del sujeto. Mientras los utilitaristas centraron el fin último en los resultados de las acciones, apelando a la satisfacción de las preferencias.
El Budismo parte una concepción no teísta, niega la existencia del alma, postula erradicar la ansiedad y los anhelos molestosos y agrega la felicidad tal cual un estado de armonía interior cuyo bienestar es perdurable. Se empeña en “la anulación de los placeres y deseos” hasta lograr el nirvana, bienaventuranza total, donde ningún deseo puede prevalecer como prioridad.
Bertrand Russell diría que la conquista de la felicidad no es el problema, su enemigo visceral habita en las “pasiones egocéntricas”, enclaustradas en nuestro pensamiento de forma constante. Cifrar la vida en el ego arrastra la fatiga, el aburrimiento, la envidia, la competitividad, el victimismo, el sentimiento de pecado y el miedo a la opinión pública…
Dicho sea: Historia, cultura, religión y sociedad esculpen nuestra vida. A final de cuentas, somos el resultado de un cerebro que juega a ser filosófico y, por si fuera poco, apuesta a la felicidad…