Formas de matar: el régimen de Maduro
Miguel Henrique Otero
El régimen encabezado por Nicolás Maduro mata sin horario. Lo hace en todo el territorio nacional, de día o de noche. El proceso que consiste en despojar de vida a los venezolanos es permanente. Y para ello hace uso de los más diversos métodos, cuyos resultados se constatan a distintas velocidades.
El método que alcanza a un mayor número de víctimas es, sin duda, el hambre inducida. A lo largo de dos décadas, Chávez primero y a continuación Maduro construyeron un modelo económico, hoy en pleno apogeo, que funciona sobre dos premisas: hambre e hiperinflación. De forma simultánea, liquidaron el valor de la moneda -redujeron a la nada el poder adquisitivo- y extendieron entre millones de familias venezolanas, la práctica de comer cada vez menos, cada vez peor, cada vez de forma más esporádica. En el diseño de esta perversa, gigantesca operación, que tiene entre sus gloriosos antecedentes las hambrunas provocadas por Stalin y Mao, ha contado con la participación de asesores del castrismo y de Podemos.
Del plan de convertir a Venezuela en un Estado de Hambre nada ha escapado: se acabó con el Programa de Alimentación Escolar, se expropiaron fincas productivas y empresas del sector agroindustrial para arruinarlas, se han creado, una tras otras, entidades para hacer imposible la adquisición y distribución de alimentos, se han arrasado los presupuestos que, hasta 1998, permitieron el funcionamiento de comedores y servicios de alimentación en hospitales, orfanatorios, centros de la tercera edad, cárceles y otras instituciones. Una realidad que esta por reportarse y fotografiarse: los miles de cocinas industriales que, en todo el país, están hoy en condiciones inservibles, oxidadas y mugrientas.
El más significativo logro de la revolución bolivariana en su propósito de imponer una dictadura se expresa en la politización del derecho a comer: el carnet de la patria y los Comités Locales de Abastecimiento y Producción -CLAP- que, en concreto, actúan bajo la más implacable lógica de la extorsión: acceso a bolsas de comida a cambio de lealtad política. El sistema CLAP, es el más extendido método de humillación y sumisión de la sociedad venezolana.
Tiene la hambruna inducida una ventaja: mata lentamente sin que sus víctimas se sumen a las estadísticas de muertes violentas. Las personas -especialmente los niños y los ancianos- adelgazan, pierden su masa corporal, se debilitan, se enferman y fallecen. La estructura de muerte funciona a la perfección: cuando el ciudadano aquejado busca la acción de los servicios de salud, no la encuentra. Así las cosas, el enfermo se convierte en una especie de náufrago: solo, perdido, huérfano de la atención sanitaria a la que tiene derecho.
Para contribuir a esta política de la muerte, el régimen realizó antes una de sus más impecables operaciones: destruyó el sistema de salud. Una visión en perspectiva de lo ocurrido, muestra los múltiples factores que se pusieron en juego: politizaron el funcionamiento y las operaciones hospitalarias; persiguieron a médicos y paramédicos, que por miles y miles escogieron huir del país; tomaron las medidas justas para crear situaciones de extrema escasez de medicamentos e insumos hospitalarios; importaron de Cuba, no a profesionales sino a piratas del ejercicio médico; estimularon el regreso de enfermedades que habían sido erradicadas y que han adquirido proporciones de epidemias; concentraron los sistemas de compras de manera de convertirlos en eficaces procedimientos para la corrupción; se hicieron compras milmillonarias de medicamentos de mala calidad o de medicamentos falsificados; destruyeron o se robaron el parque de ambulancias; saquearon las despensas de los centros de salud; crearon su propia fábrica de incompetentes con el nombre de médicos comunitarios; permitieron que los centros hospitalarios se convirtieran en guaridas de mafias y bandas delictivas; y, si mi cuenta es correcta, en dos décadas el llamado Ministerio del Poder Popular para la Salud ha tenido, léase bien, 17 ministros, uno de los más abultados carteles de un poder ejecutivo especialista en nombrar a ignorantes y ladrones como ministros.
Al doble procedimiento, insaciable y de regularidad sostenida, de matar por hambre y enfermedad, se suman decenas y decenas de otros métodos, más evidentes y cotidianos: matan a miles de ciudadanos indefensos, entre 25 y 30 mil al año, a manos de los delincuentes que mantienen bajo control las ciudades y pueblos del territorio venezolano. Mueren conductores y pasajeros de vehículos en autopistas llenas de baches, sin iluminación ni señalización, en accidentes mortales e incapacitantes. Mueren personas hambrientas tras ingerir alimentos venenosos -como la yuca amarga- desesperados por el hambre. Mueren los pacientes en quirófanos y salas de terapia intensiva como consecuencias de las amplias y reiteradas fallas del servicio eléctrico. Mueren las personas por la inexistencia de servicios de ambulancia y atención a las emergencias. Mueren familias enteras, arrastradas por el lodo y las aguas, en los días de lluvia. Mueren miles y miles de personas por falta de medicamentos e insumos para las enfermedades crónicas como las diabetes, la tensión arterial, las cardiopatías, el cáncer, el VIH y otras. Mueren los indígenas venezolanos azotados por epidemias. Mueren inocentes que viven en los barrios del país, abaleados por las luchas entre bandas o por operativos de cuerpos policiales o militares que disparan de forma indiscriminada. Mueren las víctimas de las operaciones a cargo de sicarios. Mueren en sesiones de tortura ciudadanos como Fernando Albán. Mueren los presos políticos a los que se niega atención médica. Mueren miles y miles de venezolanos bajo el yugo de un régimen que odia la vida.