En la costa norte de la península de Samaná, donde las montañas verdes se unen con el Mar Caribe, se encuentra Las Terrenas, un antiguo pueblo de pescadores que ha sabido mezclar su encanto rústico con toque cosmopolita de resort.
Con kilómetros de playas paradisíacas como Playa Bonita y Playa Cosón, este destino es el refugio perfecto para quien busca belleza natural. Con deseos de playa, sol y arena, mi familia y yo partimos desde la capital, Santo Domingo, hacia Las Terrenas para una escapada de 3 días y 2 noches. El trayecto es una travesía escénica de aproximadamente dos horas y media.
Al dejar atrás el ruido de la ciudad, el paisaje cambia y por la ventana del auto apreciamos valles verdes, granjas y pueblos pequeños enmarcados por las montañas pobladas por bosques tropicales. De repente, las vistas panorámicas aparecen entre colinas, creando un efecto impresionante que nos deja sin aliento.
Al llegar a la última bajada, nos detenemos en el mirador para admirar la belleza de Las Terrenas y su costa. Ya en el pueblo hacemos una breve pausa en un chinchorro para recargar energías con comida local y llegar finalmente al Hotel Casa Grande.
El camino está lleno de vida: motocicletas que nos pasan zumbando, pequeños negocios al borde de las calles estrechas y una mezcla vibrante de culturas europea, dominicana y caribeña. En el hotel nos recibe una atmósfera relajada de resort playero. Dejamos nuestras cosas en las habitaciones y admiramos la imponente vista al océano que se extiende al frente.
Listos para aprovechar el día, salimos rumbo a nuestra primera parada: Playa Punta Bonita, a menos de 5 minutos en auto. Nos internamos por un callejón de tierra y, al salir, la belleza de la playa nos golpea de inmediato: la franja de arena dorada que se funde con el mar, turquesa y tranquilo.
La tarde pasó volando. De regreso al hotel nos sorprende la lluvia y en vez de una cena romántica con mi pareja, cenamos comida mexicana en familia en el restaurante del hotel. Algunos del grupo se rindieron al sueño. Otros decidimos explorar la zona.
Siguiendo un camino iluminado tenuemente por las luces de los hoteles, nos dejamos llevar por el sonido de las olas y el eco de risa y música de bares y fiestas privadas que encontramos a nuestro paso. Al final del camino la arena tomó el relevo del sendero y llegamos a una zona más escondida, rodeada de manglares, donde la noche se siente solo para nosotros.
Al día siguiente, despertamos temprano y tras desayunar nos dirigimos a Playa Carolina, con una neverita con agua y otras bebidas. Esta playa, ubicada en el corazón de Las Terrenas junto al hotel Bahía Príncipe Grand, me conquistó con sus aguas cristalinas, poco profundas y protegidas por la bahía. Rodeada de abundante vegetación, es ideal para un día de total relajación bajo el sol.
Después de unas horas, con el hambre acechando, nos dirigimos a Playa Ballenas, haciendo una parada en Las Cayenas Restaurant, famoso por sus pizzas a la leña. Disfruto de un plato de “calamari” frito junto a una piña colada. El resto comparte un surtido de platos.
Playa Ballenas termina siendo mi playa favorita por su amplitud, arena suave, el poco oleaje y el ambiente familiar. Pasamos el resto del día nadando y conversando. Salimos del agua cuando el atardecer tiñó el cielo de tonos anaranjados y rosados. Por la noche, nos adentramos al pueblo y cenamos una pizza de queso de cabra y miel en el entorno rústico de Pizza Coco.
Cerramos la jornada en el Mosquito Art Bar. Nos abrimos paso entre la multitud del primer piso y quedamos envueltos entre la gente, todos moviéndose al ritmo de la música y disfrutando de la noche como si no tuviera fin.
El regreso a Santo Domingo es otro deleite visual: la carretera de la montaña serpentea entre valles y colinas verdes decoradas por casas coloridas y pequeños pueblos. Hacemos una parada imprescindible en D’Vieja Pan, una auténtica panadería artesanal en Las Galeras, conocida, no solo por su delicioso pan artesanal, sino por mantener una tradición culinaria que ha pasado de generación en generación, contando la historia de la región a través de cada bocado.
Probamos de todo un poco, pero quedé fascinada con el pan de batata, con su dulzura natural y textura esponjosa. Conversamos un rato con Nelly, la dueña actual, antes de dirigirnos a los puentes de Samaná, aledaños al Malecón. Construidos a finales del 1960, conectan a Samaná con los cayos Linares y Vigia. Ofrecen una caminata con brisa marina y vistas cautivadoras.
Al lado de la bahía nos refrescamos con agua de coco fresco. Como última parada en la costa norte, nos detenemos en Matancitas. Almorzamos en Comedor Francia, un restaurante local de ambiente acogedor, comida criolla, pescado y mariscos. Compartimos platos de cangrejo, arroz blanco y tostones crujientes. Cada bocado es como un abrazo cálido, esa percepción reconfortante que solo la comida casera puede brindar.
Al montarnos en el auto, una sensación de agradecimiento y melancolía nos acompaña, conscientes de que dejamos atrás un destino que ha superado todas nuestras expectativas.